Una pequeña verdad
Hay momentos en la vida donde uno cree tener la verdad. La propia, la construida, la sabida. ¿Pero es mi verdad más verdadera que la del otro? ¿Y cómo es esa otra verdad? ¿Es pequeña, significante y soberbia? ¿Una verdad que duele? ¿Ilumina? ¿Acaso es reveladora?...
Las palabras pueden ser pesadas, livianas, enérgicas, suaves… pero nunca jamás algo que pasa desapercibido.
A veces, mientras los días se hacen noches, discutimos, peleamos, nos amamos, y volvemos a decirnos las verdades que vaya uno a saber de dónde provienen… ¿De herencias? ¿De qué costumbres? ¿Verdades conquistadas o repetidas? ¿Y si nada de lo que creo lo fuera? ¿Qué pasaría si todo o gran parte de lo que pienso no fuera tan honesto? ¿Aún así la defendería?
No tengo con qué compararla… porque la verdad es como ser amado, para nadie es igual. Nadie puede enseñarnos a llorar, a amar, a dejarnos amar. Eso se siente, se aprende a los golpes, a los cachetazos… como la verdad. No es de dónde viene, de qué lengua, de qué bocas… sino lo que nos muestra de nosotros, de los otros, de nuestras casas, de nuestros abrazos.
No creo que exista una verdad, pero a veces, con una gran esperanza en el medio, podemos casi tocarla, casi saborearla... Algo así como una pequeña luciérnaga en medio de estas noches eternas, o como quemarse los pies con las brasas del fuego, o como ser mirado por los ojos nobles de un perro.
Nunca podré saber, para mi tristeza o mis ansias de predecir el futuro, qué verán de mí cuando muera; y tampoco sé cómo voy a morir, pero siento, muy adentro del alma, que cuando miren el pasto rodeando mi cuerpo, encontraran todas mis pequeñas verdades esparcidas como un colibrí que ha sido desplumado. Verdades multicolores, vulnerables, frágiles y escurridizas… en la tierra.