Últimas dos...
Se levanta con la risa pequeña en la garganta, con las manos ansiosas, con la mirada brillosa. Está feliz. Hoy, y sólo por única vez en la semana, se subirá al escenario. Ha esperado 7 días, pero no ha sido una espera quieta, sino de ensayos, de tomar muchos colectivos, de tratar de juntar gente para que vaya a la función de ese único día. De ensayos, sí, porque se eso se trata, del proceso, de corregir, de potenciar, mejorar, pulir y sanar.
Come algo rico, un arroz con atún tal vez, un helado de americana en alguna heladería del barrio, pasea a su perro en la plaza y juega a que es un divo, un personaje de cuentos, un cantante famoso. Juega, mientras les tira pan a las palomas. Juega y cree que hace la diferencia, que su arte lo vale, lo espera y lo distingue. Que su arte lo ayuda a ser mejor persona.
Se va de la plaza y vuelve a casa, plancha el vestuario que consiguió en alguna feria americana, previamente remendado, lo perfuma con vainilla y lo guarda en una valija de cuero. Se hace un té verde mientras controla llevar todo; la pequeña cartuchera con maquillajes, lo más básico, un delineador, una base, polvo para disimular la transpiración, cubre ojeras y manteca de cacao. En uno de los bolsillos de la valija guarda una virgencita de hierro, en el otro un cuaderno de hojas ajadas repletas de anotaciones y monólogos. Tira los restos de algodón y el papel de algún caramelo. Le deja música a su perro y cierra la puerta.
Camina y observa a la gente… le gustaría que todos fueran a verlo. Repasa la letra, piensa en emociones, en las luces y desea que haya entradas vendidas, que los técnicos hagan bien su trabajo, que la chica de boletería ponga los programas a la vista, que conteste a los turistas y al público que hoy hay una función. Desea también que vayan todos esos periodistas que dijeron que iban a ir… Siempre hay alguna excusa y él debe esperar, entender… sobretodo entender.
Cuando llega el teatro está oscuro, apenas hay en los rincones algunos bailarines estirando, y la iluminadora acomodando los tachos de luz en la parrilla. Va a camarines y tampoco hay nadie… “Qué temprano he llegado” piensa y deja caer la valija sobre una silla. Enciende la luz del espejo y acomoda sus cosas. Mira a su alrededor y siente goce. Todo es goce, llegar, disfrutar de esa soledad, de ese camarín vacío, ahora inundado de vainilla que esparce por el aire con un atomizador.
Sale a recorrer la sala, toca las butacas, camina por el pasillo central, sube al escenario, lo camina de pata a pata, mira hacia arriba y se deja golpear por las luces. Respira hasta que se relaja cuando siente una mano sobre su hombro derecho.
-¿Cómo estás?
-Bien
-Llegaste temprano
-Como siempre ¿Por qué esa cara?
-Preocupaciones…
-¿Sobre qué?
-Quizás sólo nos queden dos funciones más. Con la gente que viene no me alcanza ni para cubrir gastos y no puedo darme el lujo de seguir con la obra en cartel.
-Bueno.
-Y quiero que sepas que te voy a pagar, como sea pero te voy a pagar. Quedate tranquilo.
-Yo estoy tranquilo.
Y se va. El director se pierde entre la oscuridad del telón dejándolo confundido bajo esa lluvia de luces que arroja el cielo sobre él. No puede dejar de preguntarse qué es lo que falta y porque esas palabras antes de una función cuando toda el alma está demasiado abierta, porque eso es lo que un artista hace, abre su pecho y su alma para compartir las emociones con los demás.
Se levanta de un salto y va a buscarlo.
-Escuche
-¿Si?
-Quiero decirle algo… que disfrute. Lo que quede, sino no tiene sentido hacerlo.
-Pero…
-Y esto es un trabajo que hacemos entre todos… no se preocupe
-¿Sabes qué? No entiendo por qué no funciona, si la obra es linda y los que vienen se van emocionados, ustedes son talentosos… ¿Qué falta?
-No lo sé…
Y se separan, en silencio, como si nada se hubiera dicho. Cada uno a lo suyo, porque así es el teatro y el arte, cada uno sabe cómo hacer su trabajo.
Ya vestido comienza a vocalizar y a ejercitar sus músculos, su voz y afloja el cuerpo. Lo afloja lo más que puede para que todo suceda, para estar disponible, para que el mínimo brote de una emoción pueda florecer ante los ojos del resto. Ese resto que sostiene y acompaña, aunque sean 5, 10 o millones. Da igual, mientras alguien esté ahí recibiendo.
Se abre el telón y las palabras se enredan en el corazón de la gente, rebotan en una acústica y caen con peso y dulzura sobre el suelo. Camina dejando huella, se ubica bajo los haces de luz, a tiempo con los bailarines, con la música y de pronto el silencio hace una tregua con la oscuridad componiendo un bello preludio para que su voz cantada resuene aún más poderosa. La última nota sale sostenida por el llanto de su personaje y desciende con fragilidad sobre los oídos que esperan dejar de ser sordos por un instante.
Todo se apaga y como un fogonazo el teatro completo estalla en un solo aplauso. Y ahí es cuando todo cobra un sentido. Él ha hecho lo que debía hacer: su misión.