La vecina de abajo
Van a ser casi las 6 de la tarde… Y salgo apurado a la calle antes de que cierre la Florería que está cerca de casa. Camino rápido por la avenida, escucho bocinazos y voy pensando en los colores que quiero para las flores, para el ramo; porque es importante, un pequeño gesto en el día de su cumpleaños.
La vecina de abajo tiene más o menos 86 años creo… Ya he hablado de ella en mis redes sociales, de cuando me fue a ver al teatro, de cuando me dejó carteles agradeciendo que le haya regalado mi segunda novela “Paisajes internos” e incluso de cuando varias veces me ha traído manjares caseros para probar.
Podría decir que es como mi abuela porteña, aunque es nacida y criada en España.
Podría también decir que simplemente nos hemos encontrado…
Pero no, yo sé que vine a este edifico, hace ya unos 2 años, simplemente porque acá iba a conocerla. Ella a veces se queja de que no la llamo, pero bueno, soy como un erizo, blando por dentro y pinchudo por fuera, de tiempos extraños y rutinas cambiantes.
La cuestión es que finalmente llego a la Florería, le pregunto al chico cuáles me recomienda, aunque sé muy en el fondo que me dejaré llevar por mi gusto, como siempre. Veo un ramo, y otro, y otro… No me convencen. Hasta que moviendo acá y allá, veo unas ramitas de eucaliptus, y unas florecillas color lavanda, más otras color durazno y unas margaritas. Me acuerdo que le gustan las margaritas.
Llevaré este, le digo. Entonces me dice que lo saque, que él lo sostiene así puedo sacar la plata para pagarle.
Regreso por la avenida, siguen los bocinazos. Algunas personas me miran porque camino rápido con un ramo de flores en las manos. Voy rápido porque la ansiedad me lleva de la nariz hasta su casa, que es justo debajo de la mía.
Y subo por el ascensor, ya me voy imaginando su cara. Bajo, cierros las puertas, le toco timbre pero no me atiende. ¿Lucía? Le grito…
Nada.
Entonces pienso que habrá salido… Y subo la escalera hasta mi pequeña casa. Entro y no sé dónde poner el ramo para que no se aplasten. Me tiro perfume, las vuelvo a mirar. Escucho el ascensor en el pasillo, salgo, cierro la puerta. Me acerco a la escalera y veo sus patitas saliendo del ascensor. Abre su puerta, bajo silencioso. Vuelvo a tocar el timbre y con las uñas hago ruidos sobre la puerta (ella ya sabe que soy yo porque soy insistente con el ruido de las uñas, además de tocarle el timbre varias veces).
Abre y veo su risa enorme, y sus ojitos azules, su pelo blanco. Me abre los brazos, bajo mis púas de erizo y la abrazo… Le doy el ramo, se emociona, se queda mirándolas, las huele… Dice “ay qué hermosas, ay las margaritas” Y buscamos un jarrón, le echa agua, las cortamos, las colocamos, y me pregunta dónde las pone; entonces agarro el jarrón, lo dejo sobre la mesa. Ella trae sanguchitos de miga, chocolates y gaseosa. Y nos quedamos en los sillones. Me cuenta que sus nietos irán a cenar más tarde. Y seguimos hablando.
¿Y de qué hablamos?
Bueno, de cosas que dos almas añejas pueden hablar: de libros, de poesía, del amor, de flores, del campo, de los recuerdos, de mi Wolfi que ya no está físicamente, de mi madre, de sus hijos, de lo rico que están los chocolates.
Le canto a capella “Candilejas” de Charles Chaplin.
Y luego, antes de irme me dice: ¿Qué sería de mí sin tus visitas, Nicolás?
Y le digo: ¡Y seguro tu vida sería una porquería jajajaja!. Y me río. Se ríe.
Pero luego agrego: estábamos destinados a encontrarnos.
¡Feliz cumpleaños querida Lucía!